Es un hecho bien conocido que las sociedades avanzadas, en las cuales la escolarización obligatoria se considera una conquista, padecen una dolencia que las socava por dentro: el analfabetismo funcional.
Al parecer, la Iglesia Católica ha caído víctima de esta epidemia.
Pues no de otro modo se puede explicar el ejercicio de historia-ficción que constituye el panfleto Democracia y moralidad, escrito por Dalmacio Negro y publicado en el semanario Alfa y Omega, semanario del Arzobispado de Madrid que se distribuye gratuitamente con el diario ABC.
Simulando realizar una recapitulación histórica de los valores democráticos, el señor Negro realiza las siguientes afirmaciones:
a) El Estado social democrático requirió un largo proceso de maduración, que comenzó en la Edad Media, bajo la influencia del cristanismo.
Parece mucho retroceder, sobre todo cuando se ha liquidado de un plumazo la democracia ateniense acusándola de que la libertad era para los griegos mera libertad exterior (¡como si hubiese otra!).
Lo sorprendente es que no se aduce en apoyo de dicha tesis (realmente novedosa, para qué negarlo) ni un autor, ni una fecha, ni un solo ejemplo, ni una definición de qué carajo le debe el Estado social democrático a la Edad Media. ¿Tal vez la teocracia? ¿Las órdenes de caballería? ¿La economía de subsistencia? ¿La superstición? ¿El milenarismo? Silencio total. Para Negro, su afirmación debe tener naturaleza de dogma: no requiere ser demostrada, basta con recibirla acríticamente en nuestro interior iluminado.
b) Sólo con el cristianismo irrumpió con fuerza la idea de la igualdad esencial y natural de todos los hombres.
Ignoro a qué se refiere Negro cuando habla de cristianismo, en general: no creo que tenga al catolicismo en mente, con su concepción jerárquica de la Iglesia, su defensa de los valores clasistas y su apoyo (no hipotético, sino históricamente documentado) a regímenes totalitarios y dictatoriales. Acaso piense Negro, al hablar de igualdad, en la que se da entre los soldados de tropa: todos iguales, todos obedientes.
c) [Gracias al peculiar concepto de igualdad de la Cristiandad medieval], prácticamente a finales del siglo XV había desaparecido la esclavitud, que se reintrodujo de nuevo a raíz de los descubrimientos de nuevas tierras y civilizaciones en las que era normal, en el siglo XVI.
Es decir: si los colonizadores de América sojuzgaron a las poblaciones indígenas, fue por pura cortesía. ¿No dice un refrán español que allí donde fueres, haz lo que vieres? De modo semejante procedieron los grandes terratenientes del sur de los Estados Unidos, devotos lectores de la Biblia: secuestraban africanos para utilizarlos como mano de obra gratuita en los campos de algodón, no por carecer del sentido cristiano de la igualdad, sino para emular los hábitos locales de las tierras conquistadas.
Mayor incultura, cinismo e inhumanidad, no se puede tener. Claro está que leemos a un católico, lo cual obliga a aparcar todo lo que uno haya leído, estudiado y analizado, para hincarse de rodillas ante la Cruz.
Pero sigamos, sigamos con el señor Negro.
d) El despliegue de las posibilidades de la libertad cristiana es lo que explica el paso del Estado aristocrático de la sociedad al Estado social democrático.
Ni una alusión a la Revolución Francesa, a la Declaración de los Derechos del Ciudadano, a las luchas obreras del siglo XIX. De creer al señor Negro, fueron los monjes y sacerdotes quienes derrocaron al Antiguo Régimen.
Lógico: la consulta de las fuentes documentales le habría proporcionado al señor Negro una visión de los hechos que, aunque ajustada a la realidad, tiraría por tierra su hipótesis: que el catolicismo, modelo donde los haya de opresión del individuo en aras del Poder absoluto, fue el adalid de la libertad, la igualdad y la fraternidad, y que debemos estarle divinamente agradecidos por habernos permitido vivir pacíficamente en democracia.
Ni una palabra del apoyo activo que brindó la Iglesia Católica a las bárbaras dictaduras de Franco, Pinochet, Salazar y Videla; ni una palabra tampoco de su persecución implacable de la disidencia social y el pluralismo ideológico, utilizando la pira inquisitorial como parrilla igualitaria y los Evangelios como sangriento martillo de herejes.
Para mantener inmaculada su crónica de historia-ficción, un católico tiene que relatarla como si de un cuento infantil se tratase: sin alusiones a hechos escabrosos o detalles altisonantes que pudieran romper el hechizo.
e) El problema de la democracia como consecuencia del Estado social democrático no lo resuelve el igualitarismo, que hace acabe prevaleciendo lo inferior sobre lo superior.
Acabáramos. Tras un recorrido completamente falso e indocumentado de la historia de las ideas de libertad, igualdad y democracia, el señor Negro dirige la pluma contra su auténtico objetivo: el sistema político implantado desde 1978 en España.
Según él, la democracia igualitaria supone la subversión social, puesto que permite que lo inferior (¿el Pueblo? ¿los trabajadores? ¿los gays?) se imponga a lo superior (¿el clero? ¿los ricos propietarios? ¿el Opus Dei?). Imposible precisar de qué está hablando Negro: al igual que todo su artículo prescinde católicamente de la verdad histórica, sus análisis se abstienen de precisar quién es quién en su sainete caricaturesco.
Claro que tal vez el señor Negro esté hablando en clave: no para los lectores informados que puedan leer por azar su panfleto, sino para los creyentes que, ya desde el principio, comparten la hostilidad del autor hacia el sistema democrático y se dejan seducir por fábulas iletradas y disparates sin base real ninguna.
f) [En la democracia española actual] se dogmatiza el relativismo moral, perdiendo su sentido el mando y la obediencia, la autoridad y el poder, resultando imposible gobernar.
Lo que me temía: para Negro, analfabeto funcional, la igualdad consiste en someterse dócilmente a la guía de un caudillo (el mando), orillando la duda y el diálogo entre opciones morales diversas (el relativismo) y entregándose alegremente (la obediencia) a la celebración de una única Fe: la que irradia de un varón despótico (la autoridad y el poder) que gobierne en aras del orden católico, claro.
El hecho evidente de que la democracia consiste, justamente, en gobernar mediante el acuerdo y la negociación, el respeto por la libertad del otro y la voluntad de alcanzar un entendimiento pacífico, a un católico se le antoja la antesala de la anarquía: el poder, para merecer dicho nombre, tiene que ser unilateral, indiscutible e impositivo.
P.S. Visto lo visto, ahora comprendemos por qué la jerarquía católica (a través de su organización-títere, la CONCAPA) pretende imponer la enseñanza de la religión en las aulas públicas: para contar la historia a su modo, y mentir sin que se les caiga la cara de vergüenza.