Tras la jugada maestra del Estatut (dos por el precio de uno: saco adelante el texto y me desprendo del bulto radical que me lastraba), Zapatero está logrando lo que pocos sospechaban y más de uno temía: convertirse en un seductor.
El seductor político es un especimen cuya máxima habilidad consiste en lograr llevarse a la calle de calle, sin caer en las triquiñuelas típicas del demagogo. Por eso vence: porque corteja al Pueblo sin manosearlo, y de paso, le convence de que lo más interesa a sus intereses es ponerse en sus manos expertas.
El seductor, además de carisma, tiene don de la oportunidad. Sabe cómo administrar sus encantos, su capacidad de fascinación; pero, por encima de cualquier otra virtud, sabe cuándo echar mano de ellos. El seductor es, en muchos sentidos, un ventajista.
Una de las máximas dotes del seductor político es la de enmendar la plana a la realidad (y enmendarse él mismo a la vista de todos) sin que se le caigan los anillos. El seductor político es, ante todo, un mago de la transformación. Logra cambiar sin que nos importe demasiado y, sobre todo, cambia la opinión de su electorado sin que éste se lo reproche. La sugestión posee razones que el mero intelecto no comprende.
En la historia de la democracia española, sólo habíamos conocido a un político que se hiciera acreedor como pocos del título de seductor: me refiero, claro está, a Felipe González. Su encantadora capacidad de llevarse a la gente al huerto resulta legendaria: obtuvo el refrendo popular a sus tesis sobre la OTAN cuando, pocos años antes, defendía justo lo contrario; hizo que nos olvidásemos de los célebres 800.000 puestos de trabajo; a pesar de capinatenar un partido que se define como obrero, tuvo que lidiar con todo tipo de huelgas generales y conflictos laborales épicos, y salió siempre indemne. Sólo el avejentamiento de su capital principal (la capacidad de sugestionar al espectador, quien acaba siempre aburriéndose de lo que otrora le fascinaba) permitió que se viera desplazado por Aznar, un político diametralmente opuesto a él: todo austeridad castellana, hosco y cansino, en fin, la antítesis del seductor.
Precisamente la falta de habilidades para la seducción de José María Aznar llevó a la ruina electoral al Partido Popular. Su apuesta por la fuerza, la imposición y el estilo bronco y directo le acarreó a la derecha el verse desplazada del poder. A la gente tal vez se la pueda manipular, pero con clase: como la doncella del cuento, para llevarla al altar hay que tratarla con modales principescos. Maquiavélico quizá, el seductor nunca minusvalora la capacidad de sus víctimas de despertar del hechizo y volvérsele en contra.
La constatación empírica de que todo lo que digo tiene visos de ser cierto es la estadística hecha pública recientemente, según la cual la popularidad de Zapatero en Cataluña tras el acuerdo alcanzado con Artur Mas roza ¡el setenta por ciento! Hay que recordar que al Presidente del Gobierno se le ha recordado una y mil veces su compromiso de respetar el Estatut que salga del Parlamento catalán. Sólo un seductor, y de los más grandes, podría hacer que los ciudadanos admitieran como plausible un acuerdo que, en el fondo, no deja de ser una traición a la palabra dada. Y es que el seductor político, otra cosa no, pero de hacernos comulgar con ruedas de molino sí que sabe un rato largo.
Creo que tendremos Zapatero para muchos años.
Escrito por MUTANDIS a las 2 de Febrero 2006 a las 12:09 PM