Los índices publicados recientemente revelan que la postración de España en términos de innovación e implantación de las nuevas tecnologías de la comunicación se mantiene estable. La tasa de conexión a internet continúa siendo una asignatura pendiende para la gran mayoría de los ciudadanos, quienes aún asocian la red a ocio y entretenimiento, pero no a negocio y comercio. Las empresas apenas invierten en I+D+i, y cultivan productos y servicios con escaso valor añadido (ante todo, asociados al ladrillo): es la filosofía de coger el dinero y salir corriendo, como en la época del peor desarrollismo franquista. Si, a todo ello, le añadimos la afluencia de dinero negro en el mercado inmobiliario y la nula capacidad del mercado interior de surtir la voraz demanda de los consumidores, obtendremos un panorama económico funesto, más propio de un país en vías de desarrollo que de una de las principales naciones del mundo (o eso dicen algunos que somos). No en vano, tanto la elevada inflación como el crecimiento sontenido del PIB componen un cóctel preocupante que siembra dudas sobre la viabilidad de un modelo productivo muy vulnerable a la amenaza de recesión, derivada sobre todo de los altos precios del crudo y de la pujanza exportadora del sudeste asiático.
Todo esto es sabido. En lo que se incide mucho menos es en el carácter atávico de este cuadro. Si aplicamos las categorías que maneja con soltura la derecha española para aprehender el alma hispánica, diríamos que de casta le viene al galgo. Me explico.
Los españoles siempre se han tenido en muy alta consideración. Apelan a su glorioso pasado, que suelen ceñir a gestas bélicas e invasiones de otros territorios. Poco se habla del atraso secular en el que, cual cochinos en el barro, se han refocilado los defensores del casticismo: ¡que inventen ellos!, clamaba Unamuno en pleno siglo XX. La innovación era contraria al espíritu nacional, que así se podía presentar ante el mundo como reserva espiritual o parque temático de la fe católica.
Para el español eterno, abrirse al cambio es arriesgarse a perder lo que de malo o bueno cree que tiene. Ese apego a la tradición (impuesto a sangre y fuego por la conjunción del poder militar con el eclesiástico) le condiciona hasta tal punto que, cual paloma de Kant, se siente perdido y desorientado cuando se abre al cambio. Para la mentalidad españoloide (que, a diferencia de lo que postulan las fuerzas reaccionarias, no es el todo sino la parte), apostar por la creatividad implica dar un salto en el vacío: prefiere el dogma trentino, la certidumbre dictada por la jerarquía y el aval que a todo ello confiere la gran masa de ovejas obedientes caminando por la misma senda. Si, llegado el caso, hay que cambiar, será cuando los otros (los europeos: los infieles) hayan demostrado, cual cobayas, que el experimento resultará inocuo para nosotros (los mesetarios: los cristianos viejos).
Repasando someramente cuál ha sido el devenir histórico de la nación española, es fácilmente constatar que el cambio le aterra. No es raro que millones de españoles compartan la aversión del Partido Popular a las reformas de cualquier tipo, político o social. Lo históricamente sorprendente es que la izquierda haya logrado que nuestros conciudadanos asuman la transformación como el medio natural del hombre moderno (y que, llegado el caso, las lidere).
Visto lo visto, algo de razón tiene la derecha cuando tacha al pensamiento progresista de antiespañol: si no es cierto en términos ontogenéticos, tal vez sí lo sea en términos filogenéticos.
Escrito por MUTANDIS a las 8 de Febrero 2006 a las 05:00 PM