17 de Noviembre 2004

EUTANASIA: TODA LA VERDAD

Pongámonos en la tesitura de un creyente católico. Dios da la vida, por tanto, el aborto es un homicidio. Dios la quita, por tanto, la eutanasia (y el suicidio) es un homicidio, pues contraviene las disposiciones que el Creador nos tiene reservadas. Uno debe entrar y salir de la vida dócilmente, cuando así se deba producir por circunstancias naturales, sin acelerar ni decelerar el proceso.

Desde una perspectiva religiosa, las caminos de Dios son inescrutables, lo que quiere decir a todo que sí, amén, porque así Él lo quiere. Hay que aceptar la muerte cuando “nos ha llegado la hora”. Pero no sólo la muerte, aduciría yo: también la enfermedad entra en los planes de Dios. En definitiva, todo lo que ocurre, ocurre porque Él lo ha dispuesto así. Al creyente sólo le queda aceptar (u obedecer).

Sea.

Lo que no se comprende es por qué confiarse a lo Alto es defendible cuando se trata de nacer y de morir, y no del hecho de aferrarse a la vida. Pues no parece otra cosa, conectarse a bolsas de suero, pulmones de acero y sondas rectales: resistirse a la llamada de Dios, que ha decidido que ha llegado la hora de reunirnos con Él.

Si Dios decide cuándo el corazón empieza a latir, también dispone cuándo deja de hacerlo. Estimular artificialmente la víscera esencial implica oponerse de manera activa y frontal al designio del Cielo acerca de nuesta última hora.

En realidad, no es por un supuesto concepto sagrado de la vida, por la que los católicos se oponen a que cada cual decida cuándo quiere abandonarla. Es por su apego a la vida material, orgánica y terrenal. Si, como enseña la Biblia, esta existencia no es más que un valle de lágrimas que debemos atravesar para volver junto al Padre, ¿por qué empeñarse en morar en ella, cuanto más tiempo, mejor –y, si es posible, yo diría que hasta el Día del Juicio Final? Tras el tránsito, y si hemos sido buenos cristianos, gozaremos de las bondades celestiales o, en el peor de los casos, de una breve temporada en el Purgatorio, tras la cual pasaremos rápidamente a engrosar la nutrida prole de los espíritus salvados.

¿No será, más bien, que en su fuero interno el católico ya no confía en la vida eterna que dice profesar? ¿No será que su fe se ha secularizado hasta el punto de asumir que esta vida (la de las venas y las arterias, el estómago y los riñones: en suma, la corporal) es la única que tienen, vamos, la única que tenemos, y que hay que mantenerse en ella aunque sea al precio de vivir en un simulacro de subsistencia real: penetrados por tubos de goma y nutridos a base de sustancias de síntesis?

Caso de ser natural, la vida católica debería irse tal como vino: sin apego, sin pena, más bien con la alegría de ascender hasta el Padre. Si el católico, por el contrario, porfía y reclama larga vida (aunque indigna) a la ciencia médica (racional y profana) es porque ya no cree en verdad que haya otro mundo, ni mejor ni quizá peor que éste. En último término, cuando se opone a la muerte natural (que no implica, como se dice, “desconectarse” sino “no conectarse”), el católico se revela como un ateo consumado. Ni cree que haya Otra vida, ni cree en fin que haya Creador. Sólo tiene fe en su cuerpo y en sus bienes, los cuales tanto sudor les ha costado amasar.

Escrito por MUTANDIS a las 17 de Noviembre 2004 a las 01:15 PM
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