La jerarquía de la Iglesia Católica anda últimamente muy interesada en asumir el papel de víctima. No creo que sea por casualidad.
Hay que recordar que, en su origen, el cristianismo (una de las dos fuentes del catolicismo: la otra es el derecho romano) se complacía en la figura del martirio, y aún en tiempos muy recientes se ha exaltado la autodestrucción del individuo en nombre de su fe como máxima prueba de santidad.
Pero el asunto va bastante más allá. Del victimismo, los grupos que se disgregan extraen fuerzas para cohesionar al rebaño. Basta con recordar la complacencia morbosa que siempre ha encontrado el pueblo judío en la rememoración de sus persecuciones históricas, reales y imaginarias. Pues bien, el caso del catolicismo español es un ejemplo claro de llamada a las huestes bajo la bandera de la agresión externa.
La cual, por cierto, no existe. Pues, ¿qué tipo de ataque puede suponer que, en un Estado aconfesional, el Gobierno evite la imposición de un credo en las aulas, y ampare en cambio la difusión libre e igualitaria de toda creencia? Sólo quien ve la pluralidad como una amenaza al propio dominio (ejercido durante siglos de forma atroz y sanguinaria) puede contemplar el compartirlo como un atentado a su propia integridad.
Esto es así porque, básicamente, el Catolicismo padece una secular mala conciencia: la de tener que exterminar al enemigo para prosperar (ya sea el ateo, el protestante o el musulmán) y temer que, tarde o temprano, sus víctimas se levantarán de las tumbas para clamar justicia y exigir reparación.
La jerarquía católica barrunta que ese día ha llegado. Sus peores pesadillas se están haciendo realidad: las vocaciones descienden, la feligresía hace oídos sordos a las instrucciones papales, las aportaciones económicas no dan para cubrir gastos, el consumismo devora todo atisbo de espiritualidad y, para colmo de males, en la escuela pública no se le va a permitir reclutar nuevos retoños (a no ser que sus progenitores se los sirvan en bandeja).
Esa es la auténtica pesadilla del católico: no la persecución (que no existe, pues mal podría encontrar acomodo en un sistema político que, como el democrático y a diferencia del autoritario que siempre avaló, y bajo el cual había conocido sus días de gloria), sino la agonía por falta de renovación interna, de sensibilidad hacia los cambios sociales, de capacidad de oir y proponer mensajes a una ciudadanía que, cada día en mayor número, le da la espalda a una fe que ya no ilusiona, sino que aburre, cansa y desespera.
Escrito por MUTANDIS a las 16 de Diciembre 2004 a las 02:12 PM