21 de Diciembre 2004

EL MITO DE LA MANIPULACIÓN INFORMATIVA

CENSURA Y PURITANISMO

El único país del mundo que recibe a turistas e inmigrantes con sus ideales labrados en pie-dra no parece, en cambio, estar dispuesto a llevarlos a la práctica. Al menos eso es lo que se desprende de la creciente cruzada audiovisual que se ha activado en los Estados Unidos en los últimos años, en cuyas piras inquisitoriales han ardido ya desde Madonna hasta Almodó-var, pasando por Public Enemy, Richard Mattelthorpe y el mismísimo Michael Jackson. La purga, que no parece dispuesta a dejar títere con cabeza, presenta todo el aspecto de un mal remedo de la tristemente famosa caza de brujas del senador Mac Carthy, con la diferencia de que, en este ocasión, el enemigo ya no está fuera, sino dentro, e inscrito en el bajovientre de todos y cada uno de los norteamericanos.

La cuestión fundamental, que a los ojos del censor justifica su intervención, consiste en eluci-dar la relación ambigua que se establece entre la difusión de los modelos culturales a través de los medios de comunicación y su capacidad de modificación de las conciencias individua-les. La concepción puritana del mundo (que, aunque típica de los países anglosajones, tras-ciende los marcos nacionales) confía en el poder educador de la cultura, la cual en última instancia se concibe como instrumento de acción sobre la conducta del receptor, indicándole el buen camino y mostrándole las fatales consecuencias que se derivan de escoger el malo. En este sentido, el gran legislador de almas que siempre quiso ser Platón ya desaconsejó la lec-tura de las epopeyas homéricas en su república ideal, al considerar que ofrecían un ejemplo pernicioso a los más jóvenes.

Y es que el puritano, como señalaba Oscar Wilde, carece del más mínimo sentido estético: su relación con las obras culturales se dirime en términos de enseñanza. Sólo un puritano puede sentirse escandalizado ante la exhibición del triunfo del mal, puesto que, en su opinión, ello significa una invitación formal a seguir el mismo comportamiento. La estructura premio-castigo que, según el más elemental conductismo moral, se dibuja como horizonte de expecta-tivas del puritano, impidió durante muchos años los guionistas de Hollywood escribir historias en las que el gángster no fuera aplastado bajo el peso de la ley.

Esta comprensión unívoca y rudimentaria de la relación entre estímulo y respuesta permite explicar la extraordinaria candidez con la que los norteamericanos se relacionan con sus feti-ches culturales, convencidos como están de que cumplen efectivamente una función normati-va en la articulación de la sociedad. Esta ingenuidad, de la cual la censura es consecuencia lógica (puesto que toda obra cae bajo el dominio del modelo pedagógico, hay que impedir a toda costa la difusión de malos ejemplos), es la que justifica la compulsiva tendencia a la emulación que manifiestan los norteamericanos, ya sea siguiendo los pasos de un yuppie de Wall Street o imitando las carnicerías de Rambo.

Este estado de cosas contrasta con la indiferencia europea (aunque, por razones históricas, debemos alinear a la Gran Bretaña con el puritanismo americano) ante el problema de la difu-sión masiva de obras culturas en las que se muestra el rostro triunfante del Mal, sea éste lla-mado sexo, violencia o cualquier otro de los tabúes tradicionales de Occidente. Y es que Euro-pa parece haber apostado por un pacto lúdico con la cultura, según la cual ésta ya no le pro-porciona modelos sino, antes bien, contra-modelos de conducta. Así las cosas, a la dictadura de la imitación americana, los europeos hemos opuesto una ironía catárquica, la cual nos libe-ra de sentirnos demasiado implicados en nuestras propias conductas, además de ampliar considerablemente nuestros índices de tolerancia cultural. En otras palabras, frente a la con-cepción norteamericana de la cultura como signo del Bien, los europeos hemos acabado por abrazar una cultura como simulacro del Mal. (1991).

La dialéctica que se establece, en el ámbito comunicacional, entre la mímesis y la catarsis se revela tremenda y tristemente actual. Los, y sobre todo las vigilantes de la cultura y la publi-cidad llevan meses auscultando el televisor para expurgarlo de “imágenes degradantes” y “mensajes indignos” para la integridad de no sé qué abstracta mujer, negro, niño o musul-mán. Lo políticamente correcto ha pasado, en una década, de sombra lateral a presencia cen-tral de nuestra civilización multimediática.(2004)

SIMULACRO Y CAPITALISMO

1. LA OBVIEDAD DE LA COSA.

La cosa es la obviedad no constituida; el signo, como redupli-cación de la cosa, le otorga a ésta la posibilidad de hacerlo, en virtud de la regla misma de la constitución; el simulacro, por fin, refleja la regla del signo, el cual, ante la visión de su propia pequeñez (puesto que es una oportunidad ofrecida a la cosa, y no la cosa misma), monta en cólera y se precipita a su propia destrucción.
Hay que señalar, con todo, el tránsito necesario que se da entre las instancias: la cosa quiere ser signo (para llegar a ser lo que es: cosa); el signo quiere ser simulacro (paradójicamente, para dejar de ser mero reflejo y pasar a otra cosa); el simulacro, por fin, en su no querer ser (ni cosa ni signo, sino pura inversión de los términos), abre un espacio en el que las cosas, por fin, simple, llana y estrictamente, son lo que son.

La cosa, ya se sabe, es un punto muerto del pensamiento, una resistencia a la acción del len-guaje, una opacidad sin fisuras ni intereses; pero, al mismo tiempo, la cosa induce con su pasiva indiferencia la reflexión de sí misma en el signo (y, como consecuencia, las categorías que permitirán hacerla tema del pensamiento: razón, sujeto, objeto, identidad, diferencia, con-tradicción, lógica, lenguaje, discurso), el cual emprende a partir de entonces un proceso impla-cable hacia su imposición como totalidad. El movimiento del signo hacia su consumación ab-soluta no es más que el fin mismo de la cosa precipitándose en su reflejo: para vivir, la cosa debe morir como cosa y nacer como signo, debe morir como signo para renacer como cosa. La cosa no es cosa si no ha pasado antes por el espectáculo ritual de su destrucción en el signo, el cual, obedeciendo a una necesidad que cree suya pero que le viene impuesta desde fuera, promueve un desplazamiento del mundo de las cosas que acabará por destruirlo.

2. LA INVERSION DEL SISTEMA

La época del simulacro es, propiamente, aquella en la que los signos se han adueñado de la totalidad de lo real, de manera que nada queda fuera de su radio de acción. En la semiotiza-ción del mundo, el signo es real y lo real es sígnico: lo que queda fuera, en cuanto no redimido de su obviedad, carece de relevancia para el sistema de los signos (que es lo mismo que decir del sujeto, la razón o el lenguaje: uno y el mismo asunto), y, por utilizar una jerga que sólo tiene sentido dentro del mismo sistema, no existe.

Todo cuanto quiere, de algún modo, ser, se somete a la ley del signo: los objetos, los cuerpos, los gestos, las relaciones. La extensión del modelo de la semiosis universal se caracteriza por su perfecta adaptación al esquema de la mediación: porque, en rigor, el signo es un medio del que la cosa se sirve para llegar a ser lo que es, el catálogo (hipotético, se entiende) de lo real debe caer apresado bajo la red implacable de los signos. Ya no es posible soñar con un cos-mos estable de cosas inmutables, sino es a condición de entregarlas al padecimiento de su expolio simbólico y su inversión valorativa.
La sociedad occidental del capitalismo de consumo es la época del triunfo (paradójico, puesto que abre paso a su propia inversión) de las cosas-signo. Finalizado antes de empezar el tiem-po de los usos, se adivina la conclusión del tiempo de los intercambios: puesto que todo ha sido asimilado a su valor, se desencadena la apoteosis de la depreciación y, a la sazón, del retorno de la pura objetualidad de las cosas (por fin redimidas de su obviedad y consolidadas en cuanto referencia insoslayable).

3. LA HISTORIA DEL SIGNO

Las cosas no tienen historia: son la viva imagen de la permanencia, la rotundidad, la densi-dad. Su impenetrable silencio histórico (su eternidad, si se quiere) es el de los fenómenos per-sistentes, carentes de sentido (a rose is a rose, etc.) por clausurados en su propio devenir. Esta inmutabilidad de las cosas se quiebra con la inauguración del tiempo histórico, que, contra la interpretación tradicional, no traiciona en modo alguno la vocación fundamental de las cosas, sino que la lleva a su cumplimiento. Y es que el mundo de las cosas no sólo quiere nacer, cre-cer, reproducirse y morir, sino persistir, durar: pesar.

La historia significa el advenimiento del tiempo como sucesión lineal de acontecimientos des-compuestos en secuencias marcadas por las categorías del pensamiento, y por consiguiente la disolución de la uniformidad continua del mundo: ello es así porque las cosas quieren per-der su singularidad irreductible (hablar aquí de identidad sería un error) para poder recobrarla después, despojada de sus peligros. La singularidad es el sueño secreto de las cosas, de todas y cada una de ellas; pero, para ello, deben perderla antes en la operación homogeneizadora del signo, que traba semejanzas y regularidades, que somete, en fin, la presunta (puesto que de ella no existe imagen alguna) unidad primordial de cada cosa consigo misma.

La institución del mercado como sistema de mediación entre los objetos y los hombres, por lo tanto, no implicaría perversión alguna de la naturaleza de las cosas, sino la trampa que éstas han argüido para devolver-se a su estado original (de cosas); precisamente, la convicción de que entre las cosas y los hombres hubo otro modo de relación inmediata es la que pretenden refutar las cosas cuando se ofrecen pasivamente al tráfico indiscriminado de las mercancias. (1993)

EL MITO DE LA MANIPULACIÓN MEDIÁTICA

Los medios se intoxican con su propio reflejo. Sobrevaloran su influencia ("¡No os suicidéis!", gritaba el locutor de la MTV al dar la noticia del suicidio de Kurt Cobain. TVE emitía anuncios que recomendaban dejar de ver TVE: si obedeces, ganan; si no lo haces, ganan también). Los medios se contemplan extasiados en el espejo de su éxito sin llegar a romper el hechizo que les encadena a su propia espera: de resultados que no se producen, de causas que nada cau-san, de fenómenos que desaparecen al contacto con la actualidad.

Los medios persiguen la realidad para envasarla y ponerla a disposición del consumidor. Pero, en el proceso de elaboración, la materia prima del hecho noticiable se pudre antes de devenir noticia cocida. De ahí la sensación de cropofagia del consumidor, que pide su ración de comi-da más fresca cada vez, sin percibir el efecto corruptor del medio que se la proporciona. La carrera enloquece en progresiva geométrica, pues cada vez quedan menos hechos noticiables frescos y más noticias cocidas en el cubo de la basura, agusanadas.

La atmósfera que cubre nuestro ángulo de visión se ha convertido en una pantalla del tamaño del cielo. El embrujo panóptico no satisface, sin embargo, la pasión que promete, sino que genera una tensa espera, una trepidación que no se alivia, un calvario sin crucifixión real a la expectativa de una resurrección que no se produce. (1993).

La reciente denuncia que ciertos representantes políticos han formulado acerca de la influen-cia de ciertos medios de comunicación sobre los resultados de la última contienda electoral, además de errar el tiro (en Sevilla, por ejemplo el diario más leído, con diferencia, es ABC, y el gobierno municipal lo ostentan los socialistas,,, con mayoría absoluta), certifica la pérdida de respeto que desde ciertas instancias se tiene, ya no por la información, sino por la posibi-lidad misma de la comunicación humana. De ahí a la glorificación de la propaganda, hay sólo un paso. (2004).

Escrito por MUTANDIS a las 21 de Diciembre 2004 a las 05:10 PM
Comentarios

Este me lo leo en el curro y te escribo. Saludos.

Escrito por Pedro a las 22 de Diciembre 2004 a las 08:30 AM

Complejo artículo.
1.- Efectivamente las películas norteamericanas, que tienen una influencia cultural indiscutible, acaban siempre burdamente con la victoria de los buenos. Aún así existen directores norteamericanos que en algunas de sus películas van más allá del maniqueismo: M. Scorsese, los Cohen o (muy curiosamente) C. Eastwood. Otros del cine independiente salvan ese escollo y algún otro como W. Allen parece más europeo que otra cosa.
Es una síntesis curiosa la que haces. Me gusta lo de cultura europea como simulacro del mal.
2.- El éxito del signo va, para mí, muy asociado al consumismo. El signo, se publicita bien, es simple, simbólico y favorece las ventas. El capitalismo consumista de ahora, se basa en el signo y hasta se fundamenta en él.

Sublime párrafo:
>De ahí la sensación de cropofagia del >consumidor, que pide su ración de comi-da más >fresca

Escrito por Pedro a las 22 de Diciembre 2004 a las 11:05 AM
Escribir un comentario









¿Recordar informacion personal?