9 de Enero 2005

LAICISMO: ACONFESIONALIDAD ACTIVA

Es importante aclarar desde ahora que el laicismo no supone simplemente la aconfesionalidad pasiva del Estado, sino una aconfesionalidad activa concretada en el compromiso de crear y sostener un espacio cívico-político definido exclusivamente por la ética y el simbolismo civil, cerrando el paso a toda deriva política de lo confesional. Desde el punto de vista laico, la condición de ciudadano es la única sobre la que tiene competencia el poder político, y en virtud de ese título se establece la capacidad individual para participar en la constitución y control de ese poder, sin que pueda tenerse en cuenta ninguna otra condición, sea ésta la pertenencia religiosa, la racial o la étnica.

[...]

¿Cuáles son los elementos esenciales del concepto de laicidad?

Definamos en su doble vertiente el concepto de laicidad:

1. Como concepto procesal, es decir, de carácter formal y regulativo atinente, al modo de organizar y entender de manera independiente las relaciones entre las instituciones políticas y las diferentes pertenencias individuales, no sólo religiosas, sino también étnicas y comunitarias, asi como respecto de cualquier otra estructura de poder espiritual, económico o de hecho.

2. Como manera de relacionar el discurso político con los demás discursos y no sólo con el religioso. El laicismo -como movimiento ideológico partidario de la laicidad- no propugna en principio el combate contra ninguna forma de religiosidad considerada como tal, pero defiende la autonomía y la independencia de las instituciones políticas respecto de cualquier otra estructura, rechazando la sumisión directa o indirecta de lo político a lo religioso. La laicidad no propone una ética personal completa, ni aporta respuestas morales particulares sobre cuestiones concretas como el aborto, el divorcio o la eutanasia, y, por lo tanto, no puede identificarse con una determinada moralidad racionalista, pero propone la necesidad de un marco de autonomía individual, libre de toda sumisión heterónoma, en el que la conciencia personal del individuo pueda optar libremente, y con el mayor conocimiento de causa posible, sobre las diferentes alternativas morales o espirituales que en cada caso se le presenten. Podrá optar incluso por aquellas opciones que le exijan la renuncia a su propia autonomía en determinadas cuestiones. Así, en algunos casos la opción personal será una decisión anticonvencional o herética estrictamente original, y en otros será tradicional y ortodoxa, pero en ambos casos la opción será válida desde un punto de vista laico si se adopta libremente y si no compromete la libertad de los demás.

A partir de esa primera definición podemos deducir algunas reglas de la laicidad.

Primera regla

El fundamento de ¡a colectividad como sujeto político -aquella razón de la que trae causa la res publica- no es otra que la adhesión tácita o expresa a un proyecto societario y jurídico común.

Desde este punto de vista, ni la biología, ni la sangre, ni la pertenencia étnica o religiosa, y ni siquiera la historia, son determinantes para configurar una nación en el sentido político, aunque puedan serlo para configurar lo que se
llama una nación-cultural. Desde el punto de vista laico: «La ley hace la nación y no la nación hace la ley».

Esto no resta relevancia a las circunstancias concretas de cada nación. Es evidente que determinadas circunstancias propician la constitución de un determinado proyecto político: factores geográficos como fronteras naturales y vías de comunicación; similitudes culturales; alianzas históricas religiosas o dinásticas; matrimonios monárquicos y azares de la herencia; revoluciones sociales o conveniencias económicas, pueden propiciar y condicionar la existencia de una nación, pero, en última instancia, el fundamento exclusivamente político, a la luz de la idea misma de modernidad y desde el momento que aparece el sujeto en la historia, no puede ser otro que la libre voluntad del individuo para adherirse a un determinado proyecto de vida en común.

Esta primera regla sitúa a la laicidad frente a todos los comunitarismos políticos por entender, al modo kantiano, que la dignidad de los seres humanos y la especificidad que los convierte en sujetos, no son tanto las opciones e intereses que en un momento determinado pueden adoptar, ni las
pertenencias con las que se identifican, ni las finalidades y objetivos que se proponen, sino la capacidad de pensar y obrar con autonomía que se manifiesta en tales decisiones, la permanente apertura al cambio y a la revisión de sus decisiones.

Las posiciones no laicas sostienen que el poder político se funda en el servicio a algo distinto de los individuos que lo componen, como, por ejemplo, la etnia, es decir, la colectividad natural y consanguínea que define un nosotros cuasibiológico. Para el comunitarismo el Pueblo no es Laikós no es un conjunto de individuos sin atributos que se adhieren a un ideal de ciudadanía común, sino que es un Volk, una ampliación de la familia con rasgos compartidos de tipo racial (rh sanguíneo, color del pelo, tipicidad fisiológica) tradicional, religioso, lingüístico, antropológico, místico (el alma de un pueblo)... Sin embargo, en otros casos esos rasgos, siendo de tipo objetivo, tienen un origen social y en cierto modo mental o moral, como defiende, por ejemplo, el marxismo-leninismo, que define el pueblo en
un sentido ideológico como clase social de pertenencia, a la que se añade una consciencia determinada denominada conciencia de clase, de tal modo que pueblo no son solo los individuos pertenecientes a una determinada clase social, sino los que además comparten una concepción determinada de su papel como tal clase social.

La laicidad no sólo se vincula a los valores de Libertad e Igualdad, típicos de la tradición democrática continental, sino también al de Fraternidad.

Desde el punto de vista laico, la fraternidad humana implica la consideración de la radical igualdad del genoma humano como una y universal especie, desde los esquimales a los tuaregs, desde los indios del altiplano a los pastores de las highlands. Esta proclamación se opone a la de aquellos que rompen la catolicidad de lo humano, herederos de Bonaid, de Maistre, o del prerromántico Herder, que rechazan esa unidad en favor de una diversidad de humanidades que se manifiestan en razas, idiomas y mundos simbólicos diferenciados y, en última instancia, incomunicables. Desde esta perspectiva etnológica, casi zoológica, no hay una palabra que pueda dirigirse urbi et orbi a todos los hombres, porque sencillamente no hay hombres sino manifestaciones más o menos individuales de una u otra variedad de etnia o cultura.

La proclamación de fraternidad va más allá: supone el reconocimiento de nuestra radical orfandad, el rechazo de todo paternalismo o maternalismo de clan, iglesia, partido o Estado. La fraternidad es una relación bilateral y mutua en la que pueden caber diferencias de experiencia, mérito o capacidad, pero donde no hay diferencia que afecte a la relación misma, como es el caso del salto ontológico de la filiación a la paternidad / maternidad. La proclamación de la fraternidad es consecuencia última del mismo impulso emancipador de la Ilustración, del sapere aude kantiano y su reivindicación de la mayoría de edad del hombre. En definitiva, esa mayoría de edad nos ha de llevar, en algún momento de nuestro crecimiento, a convertirnos en hermanos de nuestro propios padres biológicos.

La fraternidad no se basa en un afecto electivo hecho de afinidades y simpatías coincidentes, es una condición que nos viene dada como algo ajeno a nuestra voluntad, como vínculo de unión a nuestros coetáneos, de los que tantas cosas nos separan y nos unen por el simple hecho de compartir la misma generación o el mismo tiempo histórico. Dicho con otras palabras, la idea de fraternidad es precisamente más necesaria allá donde no es espontánea, allá donde no nace del difuso amor a la etnia, a la tribu, a la clase social o a la comunidad lingüística.

Segunda regla

El Estado laico, para garantizar su funcionalidad como instrumento al servicio de la autonomía individual en un marco societario, no puede estar sometido o ser instrumento de ninguna etnia, raza, tribu, clan, dinastía, partido, iglesia o
grupo económico particular.

Tercera regla

El discurso político en el Estado laico debe ser abierto pero autónomo respecto de cualquier otra forma de discurso, sea éste religioso o sea cualquier otro que se presente como comprehensivo, total, o globalizador.

J. OTALO. Laicidad. Bellatera, Barcelona, 1999, pp. 11-18.

Escrito por MUTANDIS a las 9 de Enero 2005 a las 12:21 PM
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