Quizá la tradición izquierdista que uno más añora en la España de hoy sea el viejo, cuerdo y sabroso anticlericalismo.
¿Cómo no sentir nostalgia de los feroces comecuras de antaño, al ver a los líderes progresistas actuales en respetuoso contubernio con los diversos especímenes de la raza frailuna y enarbolando ellos mismos maneras untuosas, paternalistas e hipocritonas en la mejor escuela teatral del clero?
El hombre de izquierdas español había sentido siempre una inmediata y franca animadversión por las sotanas, asi como por todo lo que tapan y propician; en esta repugnancia tan justificada se expresaba una memoria histórica que ninguna honrosa excepción personal puede borrar.
Para cualquiera con una visión mínimamente critica e ilustrada de la tragicomedia española, el anticlericalismo es una forma de higiene mental, una manifestación de cordura... y esto, sea cuales fueren sus relaciones íntimas con el secreto de lo sagrado.
Repasemos a este saludable respecto la obra de Larra, Clarín, Baroja, Valle Inclán, Pérez de Ayala, etc., de todo que ha habido de vivo, pujante y autónomo en este pais de libros en la hoguera y rodillas genuflexas.
No encontraremos otra institución tan nefasta como la Iglesia católica en la historia moderna de España; y si la encontramos, haremos bien en callar su nombre, pues quizá la reacción de la jurisprudencia pudiera ser desproporcionadamente punitiva.
Pero ese oscurantismo tenaz, capaz de aprender cualquier verdad subversiva de ayer para contrarrestar la libre indagación de hoy; ese odio a todo lo que independiza y esa afinidad apologética con todo lo que subyuga; ese oportunismo político descarado y siempre de signo conservador, hasta cuando cede en algo para desunirse de barcos que se hunden y en los que tanto había cómodamente viajado; esa sempiterna enemistad con el cuerpo y la claridad, esa complacencia en el cuchicheo y lo «sublime»; esa ambigüedad malsana en todas las tomas de postura liberadoras y esa nitidez dogmática en las voces de mando represivas... todo esto no es cosa del pasado siglo, ni de comienzos infaustos de éste, sino de ahora mismo, como siempre. Incluso diriamos que, ante el desarme conciliador y decadente de la izquierda, se crece hoy la perenne osadía clerical.
Supongo que buena parte de culpa la tienen los bienintencionados liberales que comenzaron a descubrir que hay curas «progres» frente a los carcas, que la homilía de tal obispo no ha estado mal y que no es lo mismo el Papa que Lefévre.
Frente a estas almas cándidas, en vano los anticlericales sosteníamos que el clero es «intrínsicamente perverso» como gustaban de decir ellos de comunistas y demás ralea y que bien está que uno sea amigo de tal o cual cura a titulo personal (si uno no pone perversos en su vida personal, ustedes me dirán para cuándo se los guarda), pero que en lo tocante a la lucha por la emancipación de los hombres y a la desaparición del poder heterónomo, no puede esperarse nada ni medio bueno de semejante grey.
Lo único que se logró con esta confraternización es que los curas renovasen su terminología y comenzasen a comerse a la izquierda por la izquierda misma. Sus recursos de hipocresía y mala fe son prácticamente inagotables, como cabía esperar tras la práctica doblemente milenaria que tienen en ellos. Así, por ejemplo, la defensa de su virtual monopolio de la enseñanza privada y de la protección exorbitante que ha gozado bajo una dictadura fascista que tuvo en ellos devotos aliados, se ha convertido hoy en «defensa de la libertad de enseñanza». Los que nos hemos educado en uno de esos fabulosos negocios en los que el adocenamiento intelectual, la rapacidad como meta y método y el conservadurismo a ultranza eran las únicas asignaturas obligatorias, no podemos escuchar sin repugnancia física la palabra libertad en boca de tan dignos educadores.
¡Libertad de enseñanza! Y propugnada por cofrades de todos los censores oscurantistas que en el mundo han sido, por los hermanos en la fe de los padres Ladrón de Guevara y Garmendia de Otaola autores de una inolvidable guía bibliográfica-moral titulada «Lecturas buenas y malas», en la que se leían entradas tan sabrosas como ésta; «Galdós, Benito. Búsquese en «Pérez» cuan malo es este autor», por los execradores de la Ilustración (episodio tan repetido de la muerte de Voltaire), por quienes siempre han considerado el libre-pensamiento como un pecado a extirpar violentamente, salvo cuando la inferioridad de su posición les hace reclamarlo como un derecho a quienes, precisamente por no ser como ellos, no pueden negárselo sin contradicción.
Si condenan el aborto, será en nombre del «derecho a la vida». No está mal que descubran al fin tal derecho quienes llevan dos mil años bendiciendo ejércitos, predicando cruzadas, inaugurando cárceles, alentando persecuciones y ejecutando con el nombre de Cristo en los labios.
¿Pertenece acaso todo esto al pasado? Hace unos años, con motivo de las últimas ejecuciones capitales habidas en este país, Monseñor Guerra Campos proclamaba en una homilía que «no en vano la autoridad ciñe la espada, según nos dijo San Pablo»; hoy afirma, con la misma credibilidad, que el aborto es un crimen peor que el terrorismo. Y por supuesto no pretendo ni por un momento homologar el aborto con la pena de muerte: tal tipo de identificaciones, basadas en sofismas de parvulario y sentimentalismos que sólo se apiadan en representación del dolor pero nunca en eficacia, son típicas precisamente de la mentalidad clerical pegajosa y llena de doblez.
Cuando atacan el divorcio, lo hacen en nombre de la «Ley Natural» (contradictorio hipogrifo que esgrimen con risible impudicia todavía a estas alturas del curso) y en «defensa de la familia». Por lo visto, lo «natural» es el derecho canónico, el tribunal de la Rota, las anulaciones amañadas y los suntuosos diezmos en dinero, si, pero sobre todo en control sobre sus fieles; la familia se defiende por la continencia periódica, la «doble militancia» erótica del marido y la resignación multípara de la mujer, que para algo fue cómplice de la serpiente.
¡Y qué toda esta sarta de disparates pretenda no sólo determinar la vida de quienes tienen fe explícita en ellos, lo cual me parece muy bien, sino la de los millones de ciudadanos de este país que sólo son católicos por un fenómeno sociológico y una bostezante rutina, pero que están cada vez más dispuestos a regir su vida cotidiana por normas distintas, que, de hecho, ya valoran de forma distinta y que tienen perfecto derecho a no encontrar trabas legales o de otro tipo en su voluntad ésta sí «natural» de autodeterminación!
El Papa parece dispuesto a perdonar a Galileo; ahora sólo le queda resucitar a Giordano Bruno y a Vanini para volver a ocupar la primera plana de los periódicos. En una comunicación sobre el tema del aborto, el cardenal Tarancón, tras hablar de «la campaña perfectamente orquestada» para solicitar su despenalización (y de campañas perfectamente orquestadas los sotaniformes saben todo lo que hay que saber, pues organizarías es su oficio desde hace milenios), añade que «los no creyentes tienen que admitir que si todo está en mano de los hombres, no hay nada estable en el mundo». Y, ¿en mano de quién nos recomendaría el cardenal Tarancón que pusiéramos todo para que se instalase de forma deseable? ¿En las suyas quizá o en las de Wojtyla, como representantes del Dios en el que no creemos? Precisamente eso es lo que no deseamos, ni tampoco toleraremos fácilmente que se nos imponga. Los no creyentes creemos en algo, a saber: que el valor de la vida, de la libertad, de la dignidad y del goce de los hombres está en manos de éstos y de nadie más; que son los hombres quienes deben afrontar con lucidez y determinación su condición de soledad trágica, pues es precisamente esa inestabilidad la que da paso a la creación y a la libertad humanas; que los emisarios y administradores en este mundo de lo más alto, personifican en realidad lo más bajo para una conciencia critica e ilustrada; el fanatismo o la hipocresía, la heteronomia moral, la negación del cuerpo y la apología del Poder jerárquico en su raíz misma.
F. SAVATER, Osadía clerical, en Impertinencias y desafíos, Legasa Literaria, Madrid, pp. 90-92.
Escrito por MUTANDIS a las 9 de Febrero 2005 a las 11:21 AMMuy buena lectura y lo de Galdos como auto muy malo...
Escrito por Pedro a las 9 de Febrero 2005 a las 01:28 PM