Hace unos días concluyó un congreso en Sevilla en torno a la obra y el pensamiento de José Ortega y Gasset. Lejos de tratarse de un evento puramente académico, se constata un hecho sorprendente: la reactivación, por parte de ciertos sectores de la sociedad española, de cierta herencia del pensamiento orteguiano, quizás en una dirección un tanto inquietante.
No se trataría ahora de vindicar aquella rama de su obra más teórica e inactual (el raciovitalismo, la indagación sobre la sustancia histórica o sus fértiles inquisiciones quijotianas), sino las dos patas más discutidas, y discutibles, de su legado: la reflexión sobre la vertebración de España y el ataque al Estado como institución social.
En este texto me voy a centrar en la recuperación, prácticamente intacta, de las críticas que Ortega y Gasset vierte en La rebelión de las masas (1920) contra el Estado, por parte del nacionalcatolicismo redivivo en la pinza PPIglesia Católica.
1. La rebelión de las masas.
Con un diagnóstico apocalíptico, Ortega emprende una diatriba contra la apropiación, por parte del Pueblo (a quien, despectivamente, él califica de las masas, aunque en realidad le habría gustado llamarlo el rebaño), de un poder que, en buena lid, no debería pertenecerle.
¿Por qué? Pues porque el Pueblo, la masa, ha venido al mundo para ser dirigida por parte de las élites regentes, pues los ciudadanos como cuerpo social no han venido ha hacerlo por sí: necesitan, según él, referir su vida a la instancia superior, constituida por las minorías excelentes, algo así como una oligarquía de personas distintas y superiores jerárquicamente al resto del cuerpo social. Este principio, lejos de ser una opción ideológica (y de clara raigambre autoritaria), para Ortega se le antoja una ley de la física social, un hecho incuestionable: un dogma.
Este dogma sociopolítico proviene, para Ortega y Gasset, de un concepto antropológico determinado: que el hombre es, tenga de ello ganas o no, un ser constitutivamente forzado a buscar una instancia superior. No especifica si dicha instancia es humana o sobrehumana. Para el caso, es indiferente: en cualquier caso, impele al individuo a referirse a una trascendencia, lo cual choca radicalmente con la vocación inmanentista que caracteriza a la democracia ilustrada moderna.Según esta tradición, que es la nuestra, lo único trascendente es el Pueblo mismo, la voluntad popular, el bien común que va más allá del interés particular, pero que no lo combate, sino que lo aúna en la armonía y el consenso dialógico y construido entre todos.
Que pretender la masa actuar por sí misma es rebelarse contra su propio destino no deja de ser una evidencia histórica: rompiendo las cadenas de la sumisión, los hombres y mujeres antaño sojuzgados por poderes mundanos muy concretos, se liberan del yugo y deciden refundar la sociedad en función de principios jurídicos, de derechos y deberes, y no del ejercicio de la fuerza unilateral.
Claro que esta subversión, a Ortega no deja de parecerle una abominación, pues consiste en no aceptar cada cual su destino que, en el caso de la masa sería el de obedecer, claro, el plegarse a los dictados de las minorías excelentes. El espartaquismo implícito en la democracia sería tanto como un atentado contra el orden natural del mundo, que para él se articula en dos grandes polos inamovibles: el de los amos y el de los esclavos. Éstos, para actuar en consonancia con la auténtica Ley, deberían conformarse y acatar.
Es imposible no emparentar este diagnóstico de la democracia ilustrada como inversión de la lógica amos-esclavos con los análisis nietzscheanos, según los cuales el cristianismo implicaría la imposición de una moral de los débiles, constituidos en mayoría, sobre la liberalidad de los superhombres amorales. En ambos casos, el común de los individuos es percibido con la suspicacia propia de quien cree que todos somos iguales, sí, pero unos más iguales que otros.
2. El mayor peligro, el Estado.
La cristalización de la rebelión de las masas es el Estado. En eso estamos de acuerdo todos, los oligarcas orteguianos y los demócratas ilustrados. En el Estado se coagula y estabiliza el dinamismo confrontado de la sociedad, dando forma a principios que regulan (sin obstruirlo) el flujo caótico de los intercambios personales. Frente al orden impuesto por una minoría selecta de amos soberanos, el Estado implanta una administración legitimada por todos de los asuntos que a todos nos incumben.
A Ortega no le parece así. Por el contrario, el Estado es una máquina formidable, con lo cual se coloca en primer plano una supuesta naturaleza impersonal de la Administración pública. Esta máquina ejerce un poder anónimo que implica la anulación de la espontaneidad histórica que ha de presidir el devenir de la especie. Lo que no se entiende es por qué a Ortega le repugna, entonces, la rebelión de las masas, si ella ha sido producto, justamente, del ejercicio de la soberanía espontánea de los esclavos. Ah, claro, olvidaba que los sucesos históricos sólo son libres y espontáneos si los protagonizan las minorías excelentes, los amos: los que llevan a cabo las personas de a pie, por el contrario, son siempre antinaturales y perversas. No en vano, Ortega afirma que cuando las masas triunfan, triunfa la violencia y se hace de ella la única ratio, la única doctrina. Nada dice el filósofo de la violencia con la que los amos mantienen a los esclavos uncidos al yugo de la sumisión: será porque a ésta la considera natural.
Según Ortega, la erección del Estado como máxima instancia de autoridad tiene y tendrá siempre consecuencias nefandas (para los amos, se supone): la espontaneidad social queda violentada una vez y otra por la intervención del Estado; ninguna simiente podrá fructificar. La sociedad tendrá que vivir para el Estado; el hombre, para la máquina del gobierno. Pero no acaban aquí las desgracias: el Estado, después de chupar el tuétano a la sociedad, se quedará hético [sic], esquelético, muerto con esa muerte herrumbrosa de la máquina. En resumen: el Estado no sólo lleva a la sociedad a la muerte, sino que acaba muriendo él mismo de inanición.
No es extraño que, ante semajante panorama, Ortega aplaudiera la irrupción en la vida española de un cirujano de hierro, Primo de Rivera, que acabara con la atonía social imponiendo de nuevo la lógica natural de las cosas: los que mandan, arriba y la masa, abajo, sometida y balando.
3. Democracia morbosa.
En descargo de Ortega hay que decir que poco tiene que ver el Estado social, democrático y de derecho que consagra la Constitución Española con el aparato anticuado, ineficiente y burocratizado de la Restauración. Por ello resulta tanto más inactual, o directamente anacrónico, apelar a la tradición sociopolítica de Ortega en la España actual: porque ignora la transformación que han experimentado tanto el Estado como la sociedad en los últimos treinta años. Concretamente, desde la muerte de Francisco Franco, cabe recordar, el fundador de uno de los Estados más omnímodos, paternalistas y petrificantes de la Europa contemporánea.
Que dicha revitalización de un pensamiento exangüe se está produciendo puede comprobarse un día sí, otra también en los medios de comunicación del nacionalcatolicismo español. Me voy a limitar a enumerar unos ejemplos, que ilustran sobradamente mi tesis.
a) En un artículo publicado por Manuel Martín Ferrand en ABC el pasado 21 de enero de 2005, titulado ¿Como en los años treinta?, se plantea el autor que la española es una sociedad sin ideales (?) y con límites tan escasos como marque cada día la elástica conciencia de las mayorías. Una sociedad en demoledora pasión igualitaria [= de masas] que rechaza la excelencia [= de las élites regentes], ignora el mérito del esfuerzo, desprecia el sufrimiento de la constancia y niega los frutos del talento (?). En todo esto, el autor no quiere ver más que un estado de cosas al que nos han conducido los diez meses escasos de gobierno socialista. Ninguna responsabilidad tienen los ocho años de gobierno de la derecha, ni cuarenta de dictadura franquista. La culpa es de los rojos y de su culto a las masas, en desprecio de las minorías excelentes las cuales, por cierto, nada han hecho nunca por el bien común de los ciudadanos, sino en su propio beneficio.
b) En un artículo publicado por Alfonso Pérez Moreno en ABC, titulado La excelencia y el rito (3 de febrero de 2005), este catedrático de derecho aboga porque los derechos fundamentales, en todas sus manifestaciones individuales, sociales y de realización cultural de la especie humana, se apoyan en el deber ser que es la excelencia. Para ello, el autor defiende el esfuerzo, la entrega, la generosidad, el sacrificio y un larguísimo etcétera de virtudes teologales que, según él, se ven vulneradas por el ascenso al poder de los carboneros, o sea: de la masa roja y enemiga de las élites regentes. Y, para apoyar su tesis, cita un artículo titulado Democracia morbosa ¡de Ortega y Gasset! La revitalización es, aquí, directa y manifiesta.
c) En el semanario católico Alfa y Omega, editado por el Arzobispado de Madrid, la descalificación de la democracia como sistema político y del Estado como máquina de poder anónimo es continua; tanto, que resumirla sería una tarea ingente. Me voy a limitar aquí a citar breves pasajes de los artículos más recientes en dicha dirección:
· Juan Luis Lorda, profesor de Teología de la Universidad de Navarra, afirma que el Estado tiene una función subsidiaria con respecto a la iniciativa social [= privada y confesional]. Lo que puede resolver ésta, no lo debe resolver el Estado. Esta tesis, además de inconstitucional, ataca a las bases mismas de nuestro modelo social, despojando al Estado de cualquier responsabilidad en la protección activa de los derechos de los ciudadanos y reservándole únicamente una función asistencial. Esta tesis, como sabemos, es la que defienden los neocons estadounidenses y es la que la Administración Bush lleva a cabo con su desmantelamiento del Estado del Bienestar.
· En un artículo no firmado, y titulado Tirar la piedra y esconder la cara, no, la redacción del semanario denuncia el intento de convertir al Estado, que existe para servir a la sociedad, precisamente en su dueño absoluto, hasta el punto de divinizarlo [sic], reivindicando para él, en exclusiva, el carácter de lo público. Lo peor, para el Arzobispado de Madrid, es que el Poder de este mundo, o sea, el Estado, pretende ocupar el lugar del Dios Uno y Único. Empezamos a ver como todos los hilos empiezan a anudarse: de la denuncia de la rebelión de las masas y la igualdad que ésta conlleva, al ataque al Estado como máquina impersonal y a la defensa de la teocracia como auténtico modelo de gobierno justo y natural.
· Javier Martínez, arzobispo de Granada, en un artículo titulado De las tinieblas a la luz, escribe que sin religión y sin moral verdaderas [= católicas], nuestra sociedad ha perdido la causa de la razón, y lo único que le queda es el poder [de las masas]. Por eso lo aplica a todo, y desde él quiere interpretar toda la realidad. Por eso también tiene una irresistible tendencia al fascismo, que es lo mismo que decir: al ejercicio ilegítimo del poder por medio de las urnas. Quien debería mandar, según el arzobispo, no es el rebaño, sino sus pastores. La usurpación del poder por las ovejas ha llevado a España al caos moral y a la trasmutación de todos los valores.
· En otro artículo sin firma (el semanario debe tener problemas para hallar colaboradores externos), titulado El poder de la fragilidad, se puede leer: A quien sólo cuenta consigo mismo, con sus solas fuerzas [= las masas democráticas, laicas y soberanas], ¿qué otra cosa se le puede ocurrir que el empleo de la violencia, desde la más crasa que destruye los cuerpos a la más sutil, que envenena las almas?. Se cierra el círculo: el Pueblo, los esclavos, cuando no se pliegan al dictado de las élites eclesiásticas y económicas (detentoras naturales del poder), se comporta como una bestia que usa su fuerza ilegítima para exterminar a todo aquel que se le oponga. ¡Valiente distorsión de la realidad con un fin propagandístico de muy baja altura espiritual!
· Dice monseñor Michel Schooyans (catedrático emérito de la Universidad de Lovaina) en su discurso "Dios, fundamento de la política", publicado por el suplemento Alfa y Omega de ABC en su edición de 16 de diciembre, página 27: "Actualmente, todos los regímenes políticos recurren a la regla de la mayoría. Bajo apariencia de tolerancia o de pluralismo, se nada en el relativismo. Lo que muchos teóricos modernos del poder no han visto es que ni el gobernante, ni el pueblo, tienen fundamento para erigirse como instancia última del poder. Una vez suprimida la referencia a Dios, nada, excepto las convenciones negociables, pueden moderar el poder. La verdad es entonces acomodada a los decretos que brotan de la voluntad de los más fuertes.
La retórica es siempre la misma: apocalíptica, teocrática, que le niega a los ciudadanos el derecho de organizarse políticamente como les plazca y que, según una cascada de asociaciones a cual más aberrante, acaba por equiparar democracia representativa con dictadura aritmética. Nada se dice del bien común, de la apelación al gobernante al interés general, al juego de los pactos y la negociación
No. Democracia es totalitarismo. Las masas son violentas y opresoras. Cuando se liberan, es sólo para imponerse a quienes deberían gobernar el mundo: a los sacerdotes y a los empresarios.
La aparición del peor Ortega y Gasset en la argumentación nacionalcatólica no puede ser más inoportuna y, por ello, preocupante. Desenterrar teorías políticas que prepararon el advenimiento de una dictadura, esta sí, real, nos llena de preocupación y de alarma.
Y pensar que todo esto (el desprecio de las urnas, la guerra abierta contra la laicidad, los ataques a la voluntad popular, la desligitimación de lo público) tiene como origen la derrota del Partido Popular en las urnas, nos incita a preguntarnos de quién es, realmente, enemigo el Estado: si del Pueblo soberano, de los esclavos ya liberados de sus cadenas, o de las élites excelentes, que desean volver a oprimirlas en nombre de Dios y la Patria.
Escrito por MUTANDIS a las 9 de Febrero 2005 a las 11:22 AM