El día que ganó las elecciones en 2000 por mayoría absoluta, el Partido Popular se encerró en su torre de marfil y tiró la llave. Es ahora, que sufren los efectos de su actitud durante cinco años, cuando deben apechar con las consecuencias del aislamiento voluntario en el que se confinaron entonces.
Ya no se trata de que al Partido Popular le resulte, a día de hoy, imposible tratar de recabar apoyos para sacar adelante una iniciativa legislativa propia, más allá de algún que otro veto simbólico en el Senado. Es que ha logrado concitar en torno suyo el mayor consenso conocido en la historia de nuestra joven democracia. Nunca, como ahora, se había visto un mayor número de grupos parlamentarios apoyando al Gobierno (incluso aquellos que carecen de contrapartidas por ello, caso de CiU) y más solo al principal partido de la oposición. Esto no puede ser fruto del azar.
Lo cierto es que al Partido Popular le va, la soledad. Su propio ideario, esos principios que tan firmemente dicen defender son, per se, excluyentes: sus convicciones morales, a las que tan a menudo apelan, se basan en valores de clase, de privilegio, de superioridad de unos (los fuertes) sobre otros (los débiles), de discriminación de quienes no comparten su moralidad, etc. No es raro, pues, que quien cultiva una doctrina que margina a amplias capas de la sociedad, acabe viendo cómo éstas le dan la espalda.
Uno de los escenarios paradigmáticos de este encastillamiento que ha acabado redundando en rechazo frontal es la política territorial. Durante el cuatrienio negro 2000-2004, el Partido Popular emprendió una política de involución autonómica, consistente en tratar de recobrar para el Estado central competencias cedidas, ya sea por la vía legislativa, ya sea por la administrativa. Aunque el Tribunal Constitucional ya ha empezado a dictar sentencias restaurando el orden de las cosas, lo cierto es que el coste electoral que le acarreó al PP la cruzada castiza de Aznar fue enorme: dio alas a los nacionalismos periféricos, afianzó la mayoría absoluta de Chaves en Andalucía, espoléo a ERC en Cataluña y aumentó la brecha existente entre los dos bloques enfrentados en Euskadi.
Es lo que ocurre cuando, en democracia, uno se arroga el monopolio del poder: que los ciudadanos se molestan y acaban arrebatándole el cetro a quien ha abusado de él. Bonita lección que, por lo que vamos viendo, el Partido Popular aún no ha aprendido. Tal vez un nuevo suspenso en la próxima convocatoria acabe venciendo ese empecinamiento que, más que robinsoniano, empieza a sonar a verdadero onanismo.
Escrito por MUTANDIS a las 19 de Mayo 2005 a las 11:29 AM