19 de Enero 2006

SALIERON DEL ARMARIO

Los tiempos de cambio permiten rápidas conversiones. La muerte de Franco fue una de esas (raras) ocasiones en las que asistimos, entre divertidos y perplejos, a procesos de transformación ideológica que, en su momento, se ganaron el bien merecido sobrenombre de “cambio de chaqueta” (pues la camisa, que iba por dentro, aunque no se veía continuaba siendo del mismo color).

Así, la instauración de la democracia en España dio a luz a una ciudadanía que, in toto, se confesaba víctima de la represión franquista, amante de las libertades y firme defensora de los derechos constitucionales. Aquellos que, en plena dictadura, habían ostentado cargos de responsabilidad pública, se autoabsolvían en un acto de inaudito descaro: a la sazón, bastaba con darse de alta en la nueva militancia oficial para ser descargado de toda culpa por su connivencia con la tiranía recién enterrada.

El panorama resultante, de tan ilusorio, resultaba ilusionante: los verdugos quedaban atrás, los perdedores salían adelante, la justicia histórica parecía restablecerse y todo quedaba inhumado bajo la tierra fresca de las buenas intenciones y la reconciliación. Fue lo que Manuel Fraga Iribarne (estentóreo ejemplo de todo lo dicho) llamó, y sigue llamando, “pacto de silencio”. El rey iba desnudo, pero nadie se daba por enterado. Así pasaron los años, en la atonía falsaria que dan los grandes acuerdos, sellados en nuestro caso por la enorme losa de la Constitución.

Hasta que se hizo la luz. De entre la multitud, apareció un niño y señaló al monarca: “¡está desnudo!”. El niño se llamaba, ay, José María Aznar, y a él debemos agradecerle que el espejismo se deshiciera ante nuestros ojos. Fue él, Aznar, quien invitó a sus correligionarios a desembarazarse de los “complejos” (sic) que les habían mantenido agazapados durante más de una década. El entonces soberbio por lo —engreído— presidente del Gobierno soltó sibilinamente la liebre de la Restauración simbólica del franquismo al anunciar, un aciago verano de mediados de los noventa, la lectura que le iba a acompañar en aquellas tardes estivales: Los mitos de la Guerra Civil, del infausto Pío Moa.

Como se sabe, este libro y este autor (junto a otros) suponen la piedra basal sobre la que se edifica el neofranquismo español. Se trata de un proyecto de vasta revisión (y deformación) de la memoria histórica, orientado a un único objetivo, cual es decir de nuevo en voz alta lo que, durante cuarenta años, la derecha había gritado a los cuatro vientos: que la Guerra Civil la ganaron los buenos, que los rojos habían puesto en peligro España y que, en realidad, la dictadura no fue tal, sino un período de paz y armonía social sólo roto con la subida al poder del PSOE en las elecciones de 1982. Y no estoy hablando de antes de ayer: Moa ha publicado en la navidad de 2005 un librito titulado, elocuentemente, Franco: un balance, donde se expone esta tesis punto por punto.

De este modo salieron los franquistas del armario en el que la muerte del Dictador les había obligado a ocultarse. Fue así cómo la derecha despertó de su largo letargo y se miró de nuevo en el espejo, según fue, aún es y al parecer se quiere seguir viendo: deudora de una larga tradición salvífica que se remonta a los Reyes Católicos, con unos principios firmes anclados en el catolicismo trentino, alérgica a la diversidad territorial de España y decidida resueltamente a dar la vida (de los demás) por defender estos postulados.

Que en los últimos meses se hayan podido leer en la prensa derechista explícitas advocaciones filogolpistas, a las que por cierto los dirigentes del Partido Popular no parecen oponer grandes reparos, no hace sino confirmar la perspectiva de que el franquismo está de nuevo entre nosotros y, por lo que parece, esta vez para quedarse.

Juan Carlos I nos pille confesados.

Escrito por MUTANDIS a las 19 de Enero 2006 a las 05:23 PM
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