13 de Marzo 2006

UN FANTASMA RECORRE ESPAÑA

Un fantasma recorre España: es el espectro del centralismo. Su tesis es la siguiente: para asegurar la igualdad y solidaridad entre todos los ciudadanos es imprescidible que la Administración del Estado, establecida en Madrid como centro de confluencia de todas las voluntades, conserve numerosas atribuciones políticas y de gestión; de lo contrario, los particularismos, que son egoístas por naturaleza y barre cada uno para su propia casa, romperían el principio constitucional de que todos los españoles gozan de los mismos derechos y obligaciones, con independencia de dónde fijen su residencia.

Lo peor de esta tesis es que no pasa de ahí: de una idea hipotético-deductiva, alojada en la imaginación antes que en la razón analítica. Sin embargo, su capacidad de sugestión sobre las mentes de los ciudadanos sólo es comparable a la de la Justicia Universal o el Castigo Divino: se diría que la psique humana necesita de esa instancia externa, imparcial y desinteresada gracias a la cual se superarían todas las diferencias que dividen y enfrentan a las personas entre sí.

Digo que se trata de un espantajo conceptual, carente de toda base, y voy a demostrarlo.

Parto de la base de que, a despecho del papel institucional que le otorga la Carta Magna, el Estado —entendiendo como tal, en una sinécdoque muy elocuente, la Administración General y el Gobierno de la Nación— puede ejercer su misión reguladora de muchas maneras. No existe un modelo constitucional único y explícito mediante el cual la solidaridad entre los territorios quedaría asegurada y al abrigo de los vaivenes de la alternancia política: dicho modelo debe ser aprobado por ley, y ello no es en absoluto irrelevante. Las normas que establecen los mecanismos de compensación entre las Comunidades Autónomas entran de ello en el juego de diálogo y negociación entre los partidos. ¿Cómo podría ser de otro modo, en un sistema democrático cuyo protagonismo no lo ejercen los ciudadanos de forma directa, sino delegada en las agrupaciones políticas elegidas para tal fin?

Dicho en plata: las tan sobadas nociones de igualdad y solidaridad no poseen un contenido unívoco en nuestro ordenamiento jurídico, es más, ni siquiera se trata de un concepto jurídico, sino estrictamente político. Tanto es así que hay quien (como el Partido Popular, a propósito de la Ley de Educación promovida por los socialistas) ha llegado a denigrar ciertas formas de igualdad, tachándolas despectivamente de “igualitarismo”; hasta ese punto puede llegar la discrepancia acerca de unos ideales que, de tan abstractos, acaban resultando huecos: cada uno los llena con las políticas concretas que quiere, y está bien que así sea.

Bajemos ya al plano de los hechos. Que la igualdad y la solidaridad sean cartas-comodín que cada partido traduce en prácticas distintas, además de asumir plenamente el espíritu de la Carta Magna (que se quiso lo bastante general como para ser válida bajo regímenes de izquierdas y de derechas), se ejemplifica en las políticas llevadas a cabo por los sucesivos gobiernos de la democracia. Así, mientras que Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero les imprimieron un sesgo básicamente redistributivo, tanto en el plano fiscal como en el asistencial, José María Aznar prefirió retorcerlas en un sentido neoliberal acorde con sus preferencias partidistas.

Digámoslo claro: mientras ostentó responsabilidades al frente del Gobierno de la Nación, el PP faltó en sobradas ocasiones a los sacrosantos (en teoría) principios de la igualdad y la solidaridad. Así, en el plano fiscal, y como puede comprobarse en la normativa aprobada entre 1996 y 2004, penalizó las rentas del trabajo y favoreció las del capital, beneficiando a las plusvalías y fomentando (por omisión) la especulación financiera e inmobiliaria. Es decir, que la derecha, cuando le tocó ejercer su función moderadora de los desequilibrios entre españoles, no sólo declinó tal responsabilidad, sino que optó por la política contraria: favorecer a los privilegiados y castigar a quien no formaba parte de su electorado natural, rompiendo así esa solidaridad entre españoles a la que ahora apelan con cansina insistencia.

Y es lógico: la política consiste en eso, en optar por una interpretación de los principios generales a la hora de traducirlos en prácticas concretas. Mientras que la izquierda suele decantarse por fomentar la redistribución de la riqueza y la progresividad tributaria, la derecha prefiere darle más a quien más tiene, que para eso concurre a las elecciones en su nombre y para representar sus legítimos intereses.

Bien mirado, tal vez haya que reconocer que en algo sí es congruente la derecha, con sus retóricas convocatorias a la igualdad: en el hecho de aplicar sus políticas desiguales del mismo modo en todo el territorio nacional. Para el Partido Popular, todos los ricos tiene derecho a serlo en cualquier lugar de la piel de toro, sin verse discriminados por culpa de “egoístas” particularismos producto de la autonomía territorial, por cierto, reconocida y desarrollada por la propia Constitución que tanto dicen adorar. Para la derecha, todos somos iguales, pero unos somos mucho más iguales que otros, quizá no en función de dónde vivamos, pero sí de la clase a la que pertenezcamos.

Aznar con Wojtyla.jpg

Escrito por MUTANDIS a las 13 de Marzo 2006 a las 05:19 PM