El neoliberalismo se jacta de poseer unos altos ideales: acérrima defensa de la iniciativa privada, fomento de la creatividad individual, apoyo decidido a la competencia (todos contra todos, y que gane el mejor), remoción de todas las restricciones que puedan perturbar la dinámica de los intercambios A nuestros oídos de demócratas, suena a música celestial.
Claro que los neoliberales tampoco están dispuestos a llevar sus elevados principios hasta el final. Excluyen del mercado, por ejemplo, todas aquellas instituciones simbólicas que pudieran verse desbordadas por el ejercicio de la libertad por parte de las personas: la Familia (que, según ellos, sólo puede consistir en padre y madre), la Iglesia (a la cual reservaría un papel al abrigo de los vaivenes sociales) o incluso el propio Capitalismo (sobre el que ni siquiera los propios agentes económicos podrían influir para convertirlo en otra cosa).
Es decir, que los neoconservadores, pues eso son y no tan liberales, no tendrían empacho en rebajar sus aspiraciones nominales a medida que el propio mercado fuese laminando sus instancias-fetiche. Así, ante la lenta pero imparable transformación de la institución familiar, exigirían que el odioso Estado paternal acudiese en su auxilio ¡con ayudas públicas! Ello por no hablar de la recurrente exigencia, por parte de los retóricos amantes de la libre iniciativa privada, de que las arcas estatales subvencionen, ya no sólo los expedientes de regulación de empleo para reflotar sus empresas mal gestionadas, sino incluso la propia innovación empresarial. ¡Pero bueno! ¿Qué clase de liberal es ese que, para poder desplegar todo su potencial creativo, requiere el amparo y estímulo de su peor enemigo?
No, no son liberales: son librecambistas, algo muy distinto. Como sabrá cualquier persona con estudios medios, el librecambismo es una versión muy pobre del liberalismo, ya que se limita a postular la libertad, no para las personas, sino para sus capitales. No es extraño, pues, que un neoliberal de la calle Génova rechace el intervencionismo gubernamental cuando trata de inmiscuirse en el mercado de la energía, pero lo reclame activamente en materia de moral y costumbres. ¿No fue el Partido Popular quien pretendió imponer en las aulas públicas la enseñanza del catolicismo? Pues a eso me refiero: libertad, sí, pero sólo para mi dinero.
Por otro lado, el librecambismo resulta profundamente injusto cuando quiere desarrollarse sobre la base de una sociedad plagada de desigualdades: por utilizar un símil deportivo, sería como si en una carrera hubiese participantes que empezasen a correr en la línea de salida, mientras otros lo harían a diez metros de la de meta. Postular la eliminación de toda traba en la economía sólo contribuye a afianzar las que existían previamente a la implantación de la libre competencia. Únicamente los iguales pueden competir en libertad: lo otro es la consagración de la opresión en nombre de ideales a los cuales, en puridad, no se deja de traicionar al invocarlos en vano. En última instancia, el liberalismo retórico de nuestros neoconservadores católicos no deja de constituir la versión políticamente correcta de un darwinismo social tan viejo como la propia historia del mundo.
Escrito por MUTANDIS a las 24 de Marzo 2006 a las 12:43 PM