Asisto en los últimos meses con una perplejidad creciente al debate político en torno a las nacionalidades que, en opinión de algunos, compondrían España. Frente a estos, se alzaría quien afirmaría que la única nación que hay en España es la propia España, y nada más: según ellos, la historia, la geografía y hasta la teología demostrarían que, desde los iberos hasta los borbones, pasando por supuesto por la Hispania romana pero obviando el paréntesis de los árabes, la península ibérica habría mantenido intacta una unidad material y espiritual que la colocaría por encima de los artificios y convenciones del resto de países los cuales, frente a la sólida y compacta Piel de Toro, no serían más que constructos humanos y, como tales, su destino sería desaparecer tarde o temprano.
Pues bien, yo soy de los que creen que España NO es una nación: es mucho más. Tomando en préstamo una célebre frase de rancio abolengo, España es una unidad de destino en lo universal. O sea: un ente de razón con plena materialidad eficiente. Me explicaré.
España no es un concepto. Es una realidad. Un hecho incontestable que cualquiera puede constatar mediante sus sentidos y sus facultades intelectuales. Por este motivo, y frente a esos países de segundo orden que se agregan y disgregan en función del capricho de sus habitantes, España es indisoluble: como el propio Dios, que la lleva alojada en su pensamiento desde el principio de los tiempos, España ni se crea ni se destruye. España es eterna. Nació con el mundo y perecerá con él.
Alguien puede entender mi afirmación como una hipótesis teórica, una entelequia conceptual: una quimera. Pues no, señor. Cualquier persona no infectada por el virus de la antiespañolidad (difundido en nuestras tierras por la perversión de las costumbres y la promiscuidad generalizada), captará fácilmente la esencia de España en todo cuanto ve y toca. Por ejemplo: yo cojo una botella de aceite de oliva virgen extra, y no veo un recipiente lleno de líquido dorado: veo España. Lo mismo me pasa cuando oigo un chotis o un pasodoble (aunque no una sardana o el satánico chistu, así, con ce-hache: eso es música del Diablo).
Este que suscribe camina por las calles y plazas de nuestra ancha España, y se siente penetrado de hispanidad por todos los poros. No son sólo los olores y los sabores: es la luz, la tierra, hasta los excrementos caninos que adornan y embellecen nuestras metropolitanas aceras; todo remite a una esencia que no se queda en el limbo de las nociones inmateriales, sino que se plasma en todas y cada una de las criaturas que habitan en nuestro país. Y es que vivir en España es una experiencia única, diferente a todas (y, por supuesto, superior a ellas): aquí, y sólo aquí, se percibe la belleza de vivir.
En el resto del planeta, por desgracia para ellos, se tienen que conformar con especular en torno a las fronteras y los límites geopolíticos. En España, por expreso deseo del Creador, tenemos el mar y los Pirineos para defender nuestra sustancia indisoluble, inefable, indeformable. Rodeados de murallas naturales, podemos aprehender libremente la esencia de España, sin que nos veamos distraídos ni contaminados por injerencias externas.
Es por todo ello que me hacen sonreír, quienes creen dignificar a España atribuyéndole en exclusiva una existencia nacional. No: lo de nación es para las comunidades fruto del cambalache y el mercadeo retórico. España es muchísimo más que una nación. España es una realidad tangible, palpable e incluso comestible. Como una pera o un melón.
Escrito por MUTANDIS a las 25 de Mayo 2006 a las 05:38 PM